La primera vez que la vi me cautivó con esos enormes ojos negros bajo el radiante sol de pleno día. Me atrapó por completo con su profunda mirada, que me decía casi a gritos que extrañamente, ella era feliz de verme, así como yo me había sentido feliz al verla a ella. Creo que fue un caso de mutua necesidad; ella claramente necesitaba de mi afecto, y yo, yo necesitaba saber que aún seguía siendo la misma niña tierna y preocupada por los demás que dejó Barranquilla hace unos meses. O no sé, tal vez el día en que la conocí tenía una de esas tristezas que tiñen mis tardes solitarias de un gris intenso y al final de cuentas su corta compañía me animó el día, o quizás debería decir, la existencia.
En fin, allí estaba Anita, sobreviviendo con lo poco que la vida le ha dado, o con lo mucho que alguien, a mi parecer, despiadado y sin corazón, le quitó; y ahí estaba yo, con el corazón apachurrado por no poder llevarla a mi casa y darle lo que se merece, o por lo menos poder proveerla de las cosas básicas para que ella se valga por sí sola. Pero al verla ahí, luchándose el todo por el todo por sobrevivir un día más, por conseguir lo necesario para mantenerse en ese mundo hostil y egoísta que la rodea, en este mundo que le da la espalda por vivir en la calle, por no tener un hogar ni un plato de comida, por ser simplemente una desplazada más, supe que en realidad los valientes y guerreros jamás se rinden ante las adversidades, por más terribles que éstas parezcan. Anita se convirtió en un gran ejemplo para mí, que a veces me dejo vencer por nimiedades que no superan a mis grandes temores.
Ese día, el de nuestro primer encuentro, Anita despertó muchos sentimientos en mí, y yo le demostré mi afecto y mi preocupación, dándole un poco de comida y atención. No pude estar mucho tiempo con ella, pero los pocos minutos que estuve a su lado, me sirvieron para comprender que en serio es necesario que haga algo porque esa situación en la que se encuentra ella, es demasiado cruel y mi corazón no puede recibir ni tolerar tanta maldad a la que ella fue sometida. Los días siguientes seguí viendo a Anita; apenas llegaba al lugar, ella corría a mi encuentro, reconociéndome al instante, y regalándome esa mirada cómplice, esa mirada llena de felicidad y de anhelo, esa mirada que me decía sin palabras, que ella me estaba esperando y que se sentía agradecida de que yo estuviera allí para ella. Creo que poco a poco me fui ganando su confianza, y Anita se fue ganando un lugar muy especial en mi corazón.
Hoy volví al lugar donde la vi por primera vez; dejé de ir por casi una semana, y hoy regresé con la esperanza de volverla a ver. Mi pena fue grande al no encontrarla allí. Me senté en el lugar de siempre a esperarla, pero el tiempo pasó y ella jamás apareció. Me preocupó un poco el hecho de pensar que quizás en uno de esos días en que ella intentaba abrirse paso en la carretera, o encontrara un lugar para dormir, algo pudo haberle pasado. Nadie supo darme razón, y yo no pude hacer nada para encontrarla.
Quizás mañana regrese de nuevo con la esperanza de encontrarla y ver otra vez sus hermosos y grandes ojos negros. Quizás regrese mañana y no la encuentre, y así pasen los días hasta que al final me resigne a no volver a verla jamás. Pase lo que pase, me quedará el recuerdo de sus ojos, su pelo blanco y café, la forma como movía su larga cola cuando le daba un poco de comida, y por sobre todas las cosas, el recuerdo de su gran valentía. La verdad es que nunca supe su nombre, pero estoy completamente segura de que si ella pudiera hablar, me diría que le gustaba la forma en que la llamaba; al fin y al cabo, para mí ella siempre fue y será tan sólo Anita.
Existencia
Hace 2 semanas.