La veo de lejos pero no se da cuenta de que estoy cerca de ahí. Le hago señas, sigue sin verme y entra a su casa como si nada. Verla me produce una sensación de felicidad extraña; me revuelve la cronología del tiempo y los sentimientos; pero me hace feliz. Lo que sigue a continuación está borroso en mi mente, no sé si lo viví o sólo lo soñé; no sé si fue que atravecé una barrera hacia un universo pararelo con una realidad alterna o si estuve frente a uno de esos grandes anhelos que guardamos en el corazón. No me importa, fue real, tengo pruebas, pero a nadie le incumbe.
Recuerdo estar sentada, hablando, riendo, molestándola. Recuerdo haber citado frases de antes, juegos de antes, memorias de antes. Recuerdo haber descubierto que a pesar de todo, en el fondo, todo sigue igual. O quizás no. Ella cambió y yo también. Pero me rio igual, se rie igual, molesta igual, viste igual. Pero se ve diferente, mira diferente, piensa diferente, calla diferente.
Por momentos me confundo, miro a mi derecha y me aferro a su brazo, le doy besos en el cuello, me deleito con sus ojos coquetos y sus comentarios inteligentes. Miro a mi izquierda y la veo, no se desvanece, me habla, me mira, me cree. Es como si por unas horas, mi idea de felicidad se materializara, y me siento plena y me da miedo. Me aterrorizo cuando pienso que no será para siempre, me escondo y quiero huir.
Y en un abrir y cerrar de ojos todo se acaba, llego a su casa, se baja, me pica el hombro, se despide, me da las gracias y la veo alejarse. Y la veo sonreir y yo sonrío también. Mi corazón salta como cuando le regalas un helado de vainilla y chocolate a una niña pequeña. Entonces ella desaparece o yo desaparezco, no sé.
Y es entonces cuando pienso que todo estará bien, todo estará bien siempre y cuando encuentre el camino de vuelta, ese sendero oculto que lleva hacia ella, en donde están todos esos anhelos secretos del que a veces es un triste corazón.